“Llámame cuando llegues a Santiago” me escribieron inmediatamente dos buenos amigos cuando anuncié en mi muro de Facebook que estaba haciendo maletas para partir a Los Ángeles.

Con tanta carretera nueva y tanto mall que infla de orgullo a los chilenos del siglo 21, pensé por un momento que en los diez años que llevo fuera de Chile, nuestra humilde capital del Bío-Bío se había convertido en un destino obligado, en algo que uno no podía dejar de ver, como la torre faliforme de Paulmann, el esperpento del Mall de Castro, la ampliación de la Costanera Norte o las nuevas estaciones del Metro.

Pero no. En realidad me iba a “Los Enyeles”, a la ciudad homónima gringa en California, la urbe chicana, cuna del hippismo y meca del cine, la megápolis spanglish en eterno coqueteo con el desierto.

Después de interminables chequeos, screenings, cabinas de rayos X, sacadas de zapatos y cinturón, timbrados de pasaporte y un desabrido welcome to America, mi llegada a la ciudad del cine confirma inmediatamente todas mis expectativas de un paisaje diferente a la asepsia y predictibilidad del norte de Europa.

Basta con salir del aeropuerto para concluir que Los Ángeles es tal vez la más latinoamericana de todas las ciudades estadounidenses.  

Comparada con Miami o Nueva York, su identidad urbana no se cuelga únicamente a los ya millones de inmigrantes que han cruzado la frontera para vivir (o bancarse) el sueño americano, sino también a un tipo muy reconocible de ciudad caótica, fragmentada, inabarcable e híbrida, que remite inevitablemente a Santiago, a Caracas, o a Ciudad de México.  

Con sus más de 1,8 millones de hispanohablantes, que representan casi la mitad de su población, Los Ángeles es una ciudad bilingüe y todos sus servicios públicos, incluido el transporte, están indicados tanto en inglés como en español.

LA no se deja explorar tan fácilmente en transporte público como Nueva York o las urbes europeas. Aunque cuenta con una excelente red de metro, las conexiones de autobús suelen ser insuficientes y con intervalos demasiado espaciados. Para hacer turismo, lo mejor es arrendar un  auto, comprarse una guía y olvidarse de horarios y paradas de buses. Ahora bien, si lo que se busca es tomarle el pulso a la ciudad, nada mejor que  subirse al metro o tomar el metrobús  azul desde Culver City hasta la playa de Santa Mónica e irse escuchando el relato cotidiano de los mexicanos que van o vuelven de sus lugares de trabajo. Imposible no parar la oreja y enterarse de la abuela que ya no puede más con el dolor de pies, que en Los Feliz hay chamba para los maestros de la construcción, o que la quinceañera va a celebrar su fiesta en el downtown.

El metro es también una ventana a la vibrante diversidad cultural de LA. En las horas punta se confunden ejecutivos del downtown con skateboarders, hipsters, melómanos alternativos regresando con los últimos vinilos de Amoeba Records y uno que otro clochard desterrrado de Venice Beach.

Todo en LA es una especie de déjà vu para los cinéfilos y los adictos a las series de televisión. Desde el aeropuerto, las autopistas impresionantes de seis carriles y los barrios eternamente soleados, la ciudad gatilla un bombardeo de imágenes que parecen sacadas de las escenas de Colombo, Reservoir Dogs, The Shield, o Blade Runner.

Después de un selfie en Beverly Hills y el vitrineo obligado en las tiendas de ricos y famosos, nada mejor que regalarse una escapada a Santa Mónica o a Venice Beach, la máxima expresión de la extravagancia californiana,  el lugar para ver y ser visto, con sus tragafuegos, evangélicos anunciantes del juicio final, físicoculturistas, surfistas, patinadores y wannabes. Un verdadero paraíso soleado, con olor a pizza y bronceador.

Algo más al norte se encuentra la legendaria Topanga, el retiro hippie asentado en las montañas de Santa Mónica. Una especie de Cajón del Maipo, pero sin basura, como lo define una amiga chilena y angelina de adopción, entre los ladridos de los caniches y mastines de su empresa de dog walking.

Los hippies de entonces, ya no son los mismos. Las furgonetas Volkswagen dieron paso a potentes 4x4  y la psicodelia de fines de los 60 fue reemplazada por el esoterismo, el yoga y la comida orgánica, pero aún así, Topanga tiene algo de máquina del tiempo, especialmente si se tiene la suerte de coincidir con el Día de La Tierra, el 22 de abril, que convoca a gente de las comunidades dispersas a lo largo y ancho del valle de San Fernando. Entonces vuelve a verse el saludo de la paz, vuelven las blusas de lino blanco, el tufo del incienso y el patchouli y por un momento, uno se cree la utopía destartalada del peace and love, aunque a solo unos kilómetros de allí arda el asfalto, se cachee a los indocumentados y los escotes siliconados se desborden en Beverly Hills.

A apenas un kilómetro del famoso letrero de Hollywood, se levanta el concurrido observatorio del Griffith Park. Abierto hasta las 10 de la noche, ofrece una vista espectacular de la inmensa extensión de la ciudad, con sus ríos luminosos de tráfico y los rascacielos del downtown apretujados en el centro de la meseta.

Mi despedida de Los Ángeles comenzó después de la hora de cierre, ya sin turistas y con mis amigos de Topanga, baqueanos de tanto caminar por los cerros, que me colaron como espalda mojada entre cercas y alambradas, para llegar a su lugar preferido en el borde de la quebrada, a sentarnos sobre el pasto seco, descorchar una botella de tinto y quedarnos extasiados con el cielo estrellado, la suave brisa nocturna y el ruido casi ritual de los grillos californianos.

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